Por Mariano Fernández Enguita
26 de dic. de 2014
Llama la atención que llevemos medio siglo hablando de la endogamia
universitaria y no hayamos hecho más que reforzarla. Bien es cierto
que, aun siendo la metáfora más común, no es la única: la otra
es el feudalismo, que
expresaría la
dependencia personal del
aspirante o el
profesor junior
respecto del
senior. Poca gente se
atreve a hacer una defensa pública de la endogamia, pero se ha
hecho, e intensa,
con eufemismos
como la
promoción profesional
(garantías de ascenso sin cambiar de universidad),
la
estabilidad de los
equipos de investigación (que se verían rotos por la movilidad), la
vinculación al
entorno (siempre mejor garantizada por los de aquí),
etc. Por otra parte, nunca fue difícil encontrar medidas contra la
endogamia, teóricamente muy sencillas aunque políticamente muy
conflictivas. Habría bastado
con formar los tribunales en mayor proporción
o enteramente por sorteo –entre
áreas de conocimiento lo bastante amplias para impedir el dominio de
pequeñas cliques–, compensar
los costes ocasionales de la movilidad geográfica y
automatizar la estructura de las dotaciones, es decir, regular la
ratio de catedráticos, titulares, etc. por estudiante.