Miembros fundadores de la asociación de profesores PLIS Educación, por favor.
El Mundo/El Día de Baleares, 30 de septiembre de 2015
En materia de educación, nuestro país funciona como una organización
intervencionista cuya megalomanía prohíbe a la mayoría de ciudadanos
decidir qué educación desean para sus hijos. El Estado impone un modelo
educativo, una escuela determinada y unos profesionales a los que jamás
se les pedirá la más mínima rendición de cuentas por los resultados
obtenidos. Si el colegio que el Estado impone al ciudadano es líder en
delincuencia juvenil, en absentismo laboral y en fracaso escolar, el
centro recibirá la misma dotación económica y los directivos cobrarán
exactamente lo mismo que en otro centro donde se sancionen conductas
lesivas, se lleven a cabo programas de mejora del rendimiento (con
obtención de resultados) y los profesionales acudan a su lugar de
trabajo con regularidad.
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El principio de libre competencia que rige como garante de
salud de cualquier sociedad democrática no existe en nuestro sistema
educativo. Por eso no se puede elegir el centro de escolarización, salvo
que se acuda a la oferta privada. A cambio de esa delegación forzosa de
nuestros derechos al Estado, el ciudadano deberá seguir soportando la
pútrida visión del despilfarro de recursos (los cursos de formación son
un dislate, los ordenadores en las aulas no han mejorado ni una décima
el rendimiento escolar, los salarios de los profesores superan la media
europea), la politización de las aulas y el fracaso escolar puntero en
Europa.
¿Por qué un gobierno tiene que decidir lo que es
mejor para nuestros hijos, negando nuestro derecho a la libre elección
de opciones particulares, como pueda ser el modelo educativo, el propio
centro escolar o la lengua de enseñanza en las autonomías bilingües?
Padecemos
un sistema en el que no se incentivan o penalizan las buenas o malas
prácticas educativas, los centros no son responsables de los resultados
que obtienen, no existe una oferta educativa real que responda a los
intereses de la sociedad civil y no existen mecanismos transparentes de
evaluación del aprendizaje.
En definitiva, en el sector educativo no hay responsables,
solo muchos damnificados (y unos cuantos jetas). Por su parte, los
hiperfinanciados sindicatos siguen empeñados en hacer fracasar cualquier
iniciativa que procure ampliar la libertad de las familias para decidir
sin la perversa tutela de los gobiernos de turno.
Mientras las
intromisiones monopolísticas del Estado y sindicatos de la enseñanza
sigan lastrando los principios de competencia, transparencia, libertad,
igualdad, responsabilidad y eficacia, los ciudadanos seguiremos teniendo
una escuela secuestrada por una pedagogía sectaria, enemiga del sentido
común y fomentada por cacicatos burocráticos y clientelares, ajenos a
los verdaderos intereses de los escolares.
Una escuela sana y
próspera sería aquella capaz de medirse con otras ofertas educativas,
superando un monopolio público protegido de cualquier competencia e
inmunizado frente a cualquier posibilidad de mejora. Quedaría
establecida así una igualdad de condiciones entre lo público y lo
privado que fomentaría una sana competencia entre todos los centros
educativos, con independencia de quiénes fueran sus sostenedores.
Obviamente, si la enseñanza pública pudiera competir con la oferta
privada, tal vez los hijos de muchos maestros y políticos no serían
sistemáticamente matriculados en ofertas de ámbito privado.
La libre elección de centro es vista por un sector de la educación
como un elemento segregador, bajo el argumento falaz de que todos
querrían ir a las mejores escuelas, obviando que, bajo el principio de
igualdad real de oportunidades que generaría la libre elección de
centro, la opción estaría abierta a todos los escolares, incluidos los
de zonas más deprimidas de la sociedad, a los que un buen expediente
podría situarles en las mejores escuelas.
En algunos países
asiáticos, pioneros en materia de educación, es posible la movilidad
escolar bajo el meritocrático criterio del expediente académico. Aquí en
España, el progresismo radical nos hurta ese derecho.
La idea del cheque escolar, de Milton Friedman,
no responde precisamente al fatal abuso de la planificación estatal que
se ejerce sobre la totalidad del sistema educativo público español.
Antes bien, permite la libre competencia entre centros, de modo que los
mejores alumnos pueden ir a los mejores colegios. La idea es sencilla:
el Estado asume el principio liberal de permitir que sean las familias
las que decidan en qué escuela entregar el cheque que el propio Estado
les suministra para escolarizar a sus hijos. Así, tanto ricos como
pobres optan a las mismas escuelas, generando una auténtica igualdad de
oportunidades. La titularidad estatal no es, entonces, el problema, sino
la ausencia de responsables del fracaso escolar que, a pesar de ello,
cuentan con una periódica renovación clientelar, decretada por el propio
Ministerio de Educación. El cheque escolar permitiría una
diversificación de la oferta educativa, actualmente centrada en barrer
todo vestigio de superación, excelencia y, en Baleares, cerrilmente
obstinada en instalar la cultura de una comunidad autónoma vecina.
La erradicación de los principios de competencia, esfuerzo, trabajo,
mérito y excelencia en la escuela actual han puesto a la deriva un
sistema educativo que ni es sistema ni es educativo: es, sencillamente,
arrogancia progresista y utopía de la igualitarización. O sea, fracaso
escolar y paro.
Liberalizando la escuela abriríamos paso a una
nueva etapa donde la rendición de cuentas (o exigencia de
responsabilidades) sería el aspecto decisivo para devolverle a la
escuela sus objetivos fundamentales: formación y promoción social. La
LOMCE introduce algunos principios en esta línea, pero mucho nos tememos
que sus arterias principales (LOGSE-LOE) dificulten extraordinariamente
cualquier posibilidad de mejora.